Un azahar en
mis sueños
Yo encendí la lámpara. Tenía la mecha larga como una serpiente y un aceite propicio para ungir los puntos cardinales. Entonces la sala se iluminó como si fuera la casa predilecta del sol.
Esa vez, el recuerdo no era de lluvia, pero exclamaba guirnaldas, valses, marcha. Tú ya no tejías encuentros entre las begonias y las amapolas, sino que eras un azahar abierto boca arriba respirando los vientos celestes.
Me dijiste: no olvides el tártago porque la escena no debe apagarse.
En el corredor alguien rasgó la euforia de los colores. Y las mujeres salieron ataviadas con cintillos de pájaros y vestidos de claveles: ¡lindísimas! Y los hombres sacábamos humo sonando las jambas y los mesones para que las pomarrosas saltaran y rebotaran estremecidas. Las conversaciones y las cosas fueron de un beber de risas y ayeres.
Yo salí, un instante, por una bocanada de memoria; al regresar, todos se habían marchado con temblores nostálgicos en sus cuerpos.
Solo quedabas tú en medio de la sala. También habían retocado tus pétalos, y te dejaron cubierta de palabras, silentes palabras que estaban guardadas en ambulantes secretos. Y la lámpara dio tanto brillo que no quedó ninguna sombra en el lugar.
Todo fue luz y me perdí.