El Caballo Blanco

Cuento-Crónica

 Corría el año de 1894 de triste recordación en los Andes. El terremoto del 28 de abril obligó a muchas familias de Mérida a emigrar de la ciudad para los campos, buscando el abrigo de las casas pajizas. Uno de los sitios escogidos al efecto, fué la misma prolongación de la altiplanicie que ocupa la ciudad de la Sierra Nevada, un pintoresco llano situado al occidente. Sorprende y deleita a los viajeros hallar tan bella llanura en el corazón de la erguida Cordillera.

Es un prado hermosísimo, donde muge el buey manso, sudoroso todavía por la fatiga del arado,  pastando en compañía de vaca de leche y otros animales domésticos, que los vecinos tienen allí gratuitamente, por ser terrenos de propiedad común, (*) resto de los antiguos ejidos de la ciudad. "Llano Grande" es el nombre de este sitio, cubierto con espléndida alfombra de césped, donde lucen a trechos arbustos de oloroso estoraque, guayabos cargados de fruto y otros arbolillos, que dan sombra al ganado y sirven de leña en las cocinas del contorno.

El Llano está cercado por vallados de piedra en lo general, y lo circundan hermosas quintas y casitas de paja, con sus plantíos de café y frutos menores, lo que ofrece la más risueña perspectivita. En una de estas casitas de paja, verdadera choza, de cinco varas en cuadro, a lo sumo, y separada apenas unas diez varas del vallado de piedra que limita el Llano, en este rústico albergue, pasó el que esto escribe y su familia inolvidable temporada de campo con motivo del citado terremoto.

No era mucha la comodidad, como puede imaginarse, por la estrechez de la habitación para nueve o diez personas contando los niños, pero a pesar de todo, gozamos allí de relativo bienestar, bajo un techo liviano, a prueba de temblores; en mejores condiciones, ciertamente, que los que vivían en el recinto de la ciudad bajo toldos construidos en los solares y aun en las plazas públicas, donde las familias pasaron las penalidades consiguientes a vida de campamento, a las goteras de los improvisados techos y a la humedad de un suelo regado todos los días por aguaceros diluvianos.

Las noches de campo son tristes, pesarosas, casi fúnebres. Ni la claridad de la luna es bastante para disipar esa profunda tristeza que está en todo lo que nos rodea: en el ave nocturna que grazna sin saberse donde; en el aullido lastimero de algún perro del vecindario; en el silbido del viento, que remeda secreto e interminable coloquio entre los árboles; en el lejano rumor del río, de un río indómito y torrentoso como Chama, cuyas barrancas nos quedaban cerca, rumor grave y uniforme, bramido sordo de esa masa de agua, que se arrastra como un monstruo, rendido y lastimado de tanto golpear contra las zarzas y las piedras.

El que toca algún instrumento, de cuerda sobre todo, se abstrae con la música, sin parar mientes en nada de esto, hasta que llega la hora de dormir; pero los que no poseemos rudimentos siquiera del arte filarmónico, estamos condenados en la nocturna soledad del campo a una meditación forzosa, sahumada con cigarrillo, triste estado de ánimo, interrumpido sólo por alguna atención doméstica o algún rato de amena tertulia.

En una de estas noches, después de prolongada lluvia, apareció la luna sobre la nevada cresta de los montes, más pálida que de costumbre, velada por nubecillas de invierno, trasparentes como un velo de novia, bañando con su débil luz la extensión del Llano, y haciendo brillar las húmedas hojas de los arbustos y los guayabos como láminas de bruñida plata.

Ya los niños dormían. Las mujeres se encargaban de recoger y guardar los útiles del servicio, que no podían dejarse fuera de la reducidísima casa, porque los perros, gatos, cerdos y otros animales se daban cita para destruir o dañar cuanto objeto quedase a su alcance. La puertecilla de la choza estaba entreabierta, y por ella se divisaba una parte del Llano, a favor de la claridad de la luna.

De pronto oímos desde adentro el galopar de una bestia enjaezada. El crujido del correaje y el roce de las partes metálicas de los arneses, producían ese ruido peculiar que anuncia la bestia ensillada sin tenerla aun a la vista. Las mujeres, que estaban en el patio, no sólo oyeron sino que vieron también distintamente un caballo blanco enjaezado, sin jinete, que a todo correr llegaba al vallado de piedra, frente a la casa, donde se paró de súbito.

Salí a ver quién llegaba a tales horas, y sólo hallé el espanto de las mujeres, porque el caballo había desaparecido instantáneamente. En todo lo que abarcaba la vista, no había rastro alguno de ser viviente. Los matorrales cercanos eran tan pequeños y ralos, que no podían ocultar ni una cabra, mucho menos un caballo, y el caballo blanco, que debía ser visible a larga distancia en parte llana, merced a la claridad de la luna.

Debemos confesar que la súbita y misteriosa desaparición de la bestia, cuyo galopar habíamos oído, nos crispó los nervios, manera suave de confesar el miedo. Las mujeres, dando un grito de espanto ante el inexplicable suceso, habíanse refugiado de carrera en la choza, para no volver a salir sino al día siguiente. Era más de temer el caballo blanco, que se evaporaba a la vista, despues de haberse anunciado con tanto ruido, que toda la tropa de animales merodeadores que solían causar daños en los contornos de la casa.

Al punto recordamos los espantos de que era teatro el Llano Grande. El árbol vetusto y sombrío que todavía existía en el centro de la llanura, en cuyo follaje vivían las brujas. La nocturna salida de éstas para desorientar a los transeúntes, ora maneando las bestias con sus largos cabellos, ora aturdiendo al jinete con un silbido agudo y estridente, cuyo soplo helado les daba en el rostro, como un latigazo. Esto cuando no se valían de medios más violentos, azotando despiadadamente al nocturno viandante con las ramas del miedoso árbol que les servía de mansión. Todo esto se contaba del Llano, pero nunca habíamos oído decir que las brujas galopasen a caballo por toda su extensión.

 Al día siguiente, una viejecita del vecindario llamada Felipa, a quien se refirió lo sucedido, dijo con la mayor naturalidad, sin sorpresa alguna:

- Ese es el Caballo Blanco que desanda de noche.

- ¿Luego ha salido ya otras veces? - le preguntamos.

- Desde hace muchísimos años aparece de cuando en cuando casi siempre a galope, y no se detiene sino para desaparecer como si se lo tragara la tierra.

 El informe de la anciana era muy autorizado. Sin embargo, continuamos en la averiguación; y supimos que el doctor Eusebio Baptista, el famoso orador parlamentario, que vivió mucho tiempo en los alrededores del Llano Grande, hablaba también de la visión del Caballo Blanco, no sabemos si de referencia o porque lo hubiese visto galopar alguna noche.

Cerca de tres años después de esta aparición, volvimos a pasar una temporada de campo en una quinta del mismo Llano, hacia el Sur, que fué de nuestra propiedad, distante buen trecho de la choza que habíamos ocupado en 1894. También esta casa tenía al frente un patio que lindaba con el Llano, dividido por vallado de piedra.

Estando una noche en el corredor exterior de la casa, desde el cual se dominaba gran espacio de la llanura, completamente abstraídos en la contemplación del paisaje, bañado por una luna espléndida, oímos de pronto el galopar de una bestia ensillada. Con la mirada fija en la dirección de donde partía el ruido oímos perfectamente que los pasos se acercaban, que los estribos golpeaban contra la coraza de la silla, que las ramas del estoraque crujían al paso del animal; y seguidamente vimos aparecer, a la clara luz de la luna, la figura del Caballo Blanco. Rápidamente pasó por cerca de la casa, desapareciendo a nuestra vista al entrar bajo la sombra de un frondoso guayabo que había allí mismo, del otro lado del vallado de piedra, distante veinte pasos a lo sumo del sitio en que nos hallábamos. En torno ·del guayabo no había matorrales. El campo era limpio y despejado.

La sonrisa de la duda podrá aparecer en algunos labios. También nosotros dudamos la primera vez, en que sólo habíamos oído los pasos del animal y el ruido de los arneses; pero ahora lo oímos y lo vimos todo junto, y lo oyó y lo vio también, por segunda vez, nuestra esposa, que nos acompañaba en aquellos momentos, ambos con ánimo desprevenido porque ni remotamente pensábamos la aparición de 1894.

En las crónicas del vecindario, citábanse varios casos como el descrito, ocurridos a distintas personas. Para nuestro intento, basta reseñar los que personalmente nos atañen, y el siguiente, de que tuvimos inmediato conocimiento:

Como seis años después de la segunda aparición antes descrita, en una noche oscura, llamaron por encima de la barda de una tapia, con que habíamos sustituido el vallado de piedra. El llamado era urgente. Un jovencito de la ciudad de Mérida, que regresaba con un pollino del pueblo de La Punta, había tenido la mala suerte de perderse en la oscuridad del Llano. Hacía rato que vagaba desorientado cuando divisó un débil reflejo de luz. Era la claridad de la bujía que había encendida en la sala de nuestra quinta. Orientado por este faro, llegó al frente de la casa y llamó con instancia.

El pobre muchacho venía con el credo en la boca, según nos dijo y pudimos advertirlo en su semblante y angustiada voz. Al ir por aquí y por allá, completamente perdido en medio de los matorrales, vio abrirse de pronto la maleza y aparecer un gran fantasma blanco, en figura de animal, que echó a correr y se deshizo en breve sin saberse cómo. iEra el Caballo Blanco!

El Pro. Dr. José de Jesús Carrero, Deán de la Catedral de Mérida, hombre de ilustración y ciencia, que para 1894 ejercía el alto puesto de Vicario Capitular del Obispado, al oír el relato que le hicimos de la primera aparición del Caballo Blanco, nos oyó con vivo interés, manifestándonos que sabía otra historia semejante, relativa a un venerable Cura, de Guaraque o Pregonero, no recordamos con precisión de cuál de estos lugares era párroco el anciano sacerdote, cuya veracidad ponderaba el Dr. Carrero, no menos que su carácter serio ajeno de toda inventiva. Es el caso que el expresado Cura tenía un caballo blanco que lo acompañaba desde hacía muchos años. En él recorría los campos con entera confianza en ejercicio de su santo ministerio. No había casa en la parroquia por retirada que fuese donde no conocieran el caballo blanco del Cura. Parecía que formaba con su dueño un sólo cuerpo, como creían los indios de los jinetes españoles pues nadie recordaba haberlo visto en pelo, sino siempre ensillado y bajo las piernas del anciano Cura. Pero llega el día en que el caballo se rinde al peso de los años. Murió de viejo, con sentimiento de la feligresía al considerar la pena e incomodidad en que quedaba el venerable párroco, quien no se avenía con ninguna otra bestia de silla.

Días después de muerto el conocido animal, varios vecinos, que se hallaban en las afueras del pueblo, vieron de lejos que el Cura andaba por el campo a caballo. Esto pasaba en pleno día; y nada habría en ello de extraordinario si lo hubieran visto en otra bestia, pero lo que llenó de asombro a los vecinos fué reconocer el caballo muerto. iEl Cura andaba en su caballo blanco!

Uno de los vecinos, el más íntimo del sacerdote, fué a preguntar disimuladamente a la casa de éste, para dónde había salido y en qué bestia. No con sorpresa sino con espanto supo que el Cura no había salido a caballo, y que a la sazón se hallaba rezando en la iglesia, a donde fué el vecino para cerciorarse. Efectivamente, allí estaba el anciano levita con entera tranquilidad.

Volvió el vecino a contar lo sucedido a sus compañeros; y llenos de asombro, resolvieron adelantarse al encuentro del viajero, pues creyeron que fuese algún sacerdote de otro lugar, muy parecido a su propio Cura, que vendría al pueblo por aquel paraje. Pero nadie llegó, ni tuvieron informes de que por aquella parte hubiera transitado ningún jinete aquel día ni en los anteriores. El caballero se había evaporado en las vueltas del camino.

Sobrecogidos de temor, convinieron en no comunicar aquello al venerable Cura, convencidos de que era una visión sobrenatural. iEl sacerdote desandaba en vida acompañado de su caballo muerto!... Despidiéronse los vecinos profundamente impresionados, haciendo mil comentarios, sobre el peregrino suceso del que dieron conocimiento a sus familias, divulgándose al punto sotto voce por todo el pueblo.

Al otro día notaron al Cura meditabundo y triste. Creyeron, de primeras, que algún indiscreto hubiese contado la especie. Pero no había tal. Era que había pasado la noche casi en vela, dominado por una fuerte impresión. Después de la misa, salió a la plaza, y allí contó a varios amigos de confianza un caso particular, extraordinario, que todos oyeron en silencio, mirándose unos a otros con la perplejidad que produce lo sobrenatural e inexplicable.

-Ya conocéis la caballeriza de mi casa, les dijo. Se halla en un patio pequeño, cerrado completamente por tapias. Mi caballo dormía siempre suelto, y yo acostumbraba ir todas las noches antes de acostarme, de ocho a nueve, a ver si tenía pasto suficiente, o a soltarlo, si estaba aún amarrado, porque en ocasiones el sirviente olvidaba hacer esta diligencia. Después de muerto mi caballo, no volví a practicar esta visita periódica a la caballeriza, porque no tenía ya objeto; pero anoche sentí un ruido extraño por allí antes de acostarme, y fuí en el acto a inquirir la causa, cierto como estaba de que no había bestia alguna en la caballeriza, ni otro animal que pudiera causarlo. No llevé luz, porque la noche estaba como el día. Llego a la puerta del encierro, la abro de un golpe y me quedo clavado en ella, lleno de asombro, creyendo ver visiones. ¿Sabéis quién estaba allí?...

El sacerdote estaba trémulo, y sus oyentes poseídos de una ansiedad creciente.

-Allí estaba mi caballo blanco, en la mitad del patío, bañado por la luz de la luna, con la cabeza levantada, mirando hacia la puerta que yo acababa de abrir. Profundamente impresionado ante aquella visión inesperada, confieso que me faltó valor para acercarme al caballo y tocarlo con mis manos. Volví a cerrar la puerta sin ruido, regresé al interior de la casa, llamé gente y volví acompañado a la caballeriza; pero la visión ya no existía: el caballo había desaparecido, sin dejar rastro alguno. A fé de sacerdote os digo, agregó el anciano muy conmovido, que mi caballo se me ha aparecido anoche, desandando como si fuera alma del Purgatorio!...

Relatáronle entonces lo que habían visto el día antes, a plena luz del sol, en los contornos del lugar, acabando todos por santiguarse devotamente y pronunciando con voz solemne estas palabras:

-¡Cosas del otro mundo!...

1911

 Tulio Febres Cordero

CX.-Casos Extraños. En Archivo de Historia y Variedades. Tomo II. 1931


(*) Ya hoy, para 1931, se paga un módico alquiler, en beneficio de la renta municipal, porque el aumento de la población así lo exige.