Le jundo

A:  Eleida Moreno                                                                         

- ¿Le jundo? -  preguntó Víctor.

- Júndale – respondieron sus compañeros a un mismo tiempo.

Cuando el eco de aquella palabra colectiva parecía desvanecerse, se abrió, en la pantalla del monitor, el bonito cuadro de hacer dibujos. Las exclamaciones se detuvieron en los ojos de cada muchacho. Ordenadamente petrificados estaban ante lo que ellos habían identificado como un televisor, y que por algunas aclaratorias previas ya sabían que se trataba de una computadora. Sólo había que hacer clic.

Horas atrás ellos estaban recorriendo los caminos de Gavidia, gritando y jugando, enfrentando al impetuoso viento, frío, el mismo que les totea las mejillas, el que les trae rumores atávicos, inadvertidos, y junto a las aguas que bajan por los peñascos los hace niños taciturnos, guardadores de una picardía autóctona  y  bien portaditos.

Víctor, uno de ellos, diminuto cuerpo ante los ocho años que tiene, vio el lápiz mágico en la computadora dar vueltas como el viento de afuera y realizar las figuras más inverosímiles y divertidas que jamás había visto; reía. Sintió una leve puntada en el vientre, como las que siente con el pecho apretado de tos, y se dio cuenta de que su mano era culpable de aquel laberíntico trazo y se contuvo para mostrar solo una parca alegría con las comisuras de sus labios secos, parecida a la de sus compañeros. Quién iba a pensar que yo haría tantas rayas sin saber si son las rayas de mis sueños. Esto me gusta, es muy bonito, le voy a decir a mi papá que me deje venir todos los días para hacer casitas y arbolitos, y raya tras raya llegar a la laguna del Santo Cristo, hasta allá donde está el arco iris sin importar que me orine y me haga picar la piel. Que me encante la Piedra del Hombre o el Pozo del Saqués pero yo voy a venir para que la maestra me enseñe muchas cosas y a leer los cuentos que están en los libros.  ¿De verdaíta papá que usted me dejará venir?

Víctor soltó el control y bajó de su vuelo. Su oportunidad frente a la computadora había concluido. Cedió el turno a Alberio y caminó hasta la puerta que da a la calle. En el umbral se detuvo, miró la montaña del Pozo del Saqués, ese lugar furtivo donde sus antepasados extraían todo tipo de alimentos para poder sobrevivir en el páramo; respiró hondo, palpó con su mano derecha el cinto para verificar que aún su minúsculo cuchillo permanecía envainado y pensó: Papá estará bravo porque no he ido a llenar los sacos de papa. Voy a ayudarle. Mejor no le digo nada porque si no me regaña y me quita el cuchillo, y después: con qué me hago hombre.


Gregorio Suárez López