FORTUNATO

La luna incipiente matizaba las sombras. Fortunato esperaba sentado al pie del maitín la media noche. Con una luna así las sombras son más negras. La suave brisa nocturnal cascabeleaba tenuemente las ramas de la fronda, y los grillos esparcían su monótono chirrido en la extensión del herbaje. Allá, a escasos doscientos pasos, estaban las ruinas de una vieja hacienda, un cascarón silente que padecía de rumores fantasmales. El hombre cavilaba. Algunos resentimientos se proyectaban como figuras chinescas en el teatrino de su memoria. Remordimientos por frustrados intentos. Culpa ajena. Uno lo perdimos por el egoísmo de Bernardo. Todos estábamos en el sitio, de por sí era nuestro, pero lo quiso para él solo, ¿y qué halló?, vidrio picado. Él sabía que así son las cosas de este asunto. Si no es para todos no es para ninguno. ¿Y el caso de Filadelfio? Vio el brillo fugaz y no nos dijo nada. Marcó el sitio, muy cerca de la piedrota, y a la noche siguiente, se fue solito, a socavar y socavar, para encontrar un cajón repleto de grava negra. Por eso es mejor buscarlo solo. Ahora, sin mencionar nada a nadie, me toca a mí. Solo para mí. Nadie sabe en qué ando. ¿Qué horas serán?

Fortunato intentó encender un fósforo para mirar el reloj que llevaba puesto en la muñeca izquierda, y justamente, al instante de raspar la cerilla en la parte rugosa de la caja, parpadeó un resplandor en la abandonada casa de tapia. Le pareció que el chispazo de luz había salido por la claraboya de la entrada principal. Un vacío ondeó su estómago. Son las doce. Allí está el condenado, en la destartalada sala. Lo sabía: ya es mío. Suspiró efluvio herrumbroso, ese olor que emana en sus sueños cuando abre un envejecido baúl repleto de monedas de oro… y despierta. Se levantó, guardó la caja de los fósforos en el bolsillo de la camisa y sacudió las migas de la espera que quedaban en su rostro. Oyó el canto lejano de un surrucuco, tan solitario como él, y si era una advertencia no reparó en ello. Montó sobre su espalda el costal de las herramientas al son de un campaneo desafinado: arritmia de la pala, la piqueta, la barra, cruces de madera, una lámpara metálica y la botella de agua bendita. Oteó trescientos grados de soledad y se encaminó, decidido, a sacar el entierro. A pesar de que iba a paso lento trastrabilló dos veces en el lóbrego y enmontado camino, dos sones metálicos acompañaron cada agite. Algo de nervios, pero no se detuvo. Supo bordear el pasto que amurallaba la casa. Una vez frente a la ruinosa fachada, carcomida por el tiempo y la oscurana, derribó, de una resuelta patada, el vestigio de la puerta podrida. Se hizo la señal de la cruz y entró. Sus ojos terminaron de inhibirse ante la densidad de las sombras y el moho agitó su respiración. Caminó a través del pasillo que conduce al corredor; se orientaba por el recuerdo. Conocía la casa, allí correteó cuando era niño y la hacienda era un torbellino de faena y convites. Qué tiempos. Ahora ladran el polvo y el olvido.  De pronto escuchó un bufido y pezuñas escarbando el suelo. Se inmovilizó. A Fortunato le brotó un escalofrío desde el espinazo y se le regó como un delta por todo el cuerpo: ¡Coño, está conjurao! No pudo ubicar dónde estaba el animal. Los benditos escapularios también protegen contra la perversidad de los difuntos; no lograría morderlos para su amparo. Soltó, muy despacio, con movimiento casi imperceptible, el saco de los hierros hasta dejarlo en el suelo, sin son. Escuchaba resoplos continuos en varias direcciones. Era treta del conjuro para confundirlo. Esperó un destello, algún hálito de luz que le permitiera por un segundo salir de la ceguera ocasional, ubicar la escena, medir distancias, sortear la salida, pero ni tan siquiera el parpadeo de un cocuyo. Tal vez la aparición de un par de ojos llameantes podría ayudarle en su ubicación. Ansiedad y pavor. Pausadamente puso la mano derecha en la cacha del machete que pendía en su cinto. Y cuando decidió volverse, emprender la fuga, sintió el filo de un cuerno taladrarle la espalda. Por el ímpetu de la embestida fue arrojado hacia el camino; cayó tendido boca abajo respirando la mala hierba, y la mala noche. Intentó sobreponerse, mas no logró mover ni un ápice de sus piernas. Extrañamente, el intenso dolor en su costillar disminuía al ritmo del galope de la corpulenta bestia que huía entre la tupida maleza. Olores de bosta y orines humanos conjugaron el aire. El péndulo del azar doblegaba la fortuna. No es la muerte lo que deviene en mí: es el destino. Y la bruma voraginosa del desconsuelo se posesionó de la mente de Fortunato hasta sumirlo en un inusitado y profundo sueño.

La frágil luna humeaba nubes rojizas en la encrucijada de la noche.

Gregorio Suárez López