Un renombrado litigio
Cuentan que había en Alejandría unas calles, que gozaban de especial renombre porque las habitaban los mejores cocineros del mundo, y los platos que ellos preparan para la venta, delicia de los gastrónomos más exigentes.
Se encontraba una vez en su cocina uno de aquellos famosos cocineros, cuando se presentó en ella, con un pedazo de pan en la mano, un mendigo que ni pensarlo tenía dinero para costearse el placer de tales suculentos platos. Ni corto ni perezoso tendió el ingenioso hambriento el miserable panecillo sobre el confortante vapor que salía de las cazuelas y así lo tuvo suspendido hasta que, bien impregnado y empapado de la apetitosa sustancia, le hincó los dientes y dio cuenta de ello con escandalosa satisfacción.
Al cocinero no le pareció muy correcto el procedimiento, y tomando un hacha reclamó al pordiosero:
-¡Ahora mismo me pagas lo que has tomado de mi cocina!
-De tu cocina no he tomado más que un poco de humo -replicó el pobre hombre.
-Pues sea lo que sea, tú me pagas lo que me has tomado - porfiaba el cocinero.
Tanto discutieron, tanto se encresparon y tal escándalo montaron por la extraña reclamación, que la cosa llegó a oídos del sultán.
Como el asunto era lo más original que imaginar cabía, no quiso el sultán resolverlo por sí mismo, sino que convocó a sus sabios y, para poner las cosas en regla, le dio carácter judicial al caso.
Los sabios empezaron a argüir, distinguir y filosofar como los sabios suelen hacerlo.
Algunos decían que el humo no era del cocinero, ya que se trataba de una cosa que no se podía retener, se disipaba en el aire y no se le conocían propiedades útiles; y resolvían que el mendigo no debía pagar.
Otros en cambio, sostenían que el vapor era propiedad del guiso, producido por él y a él sólo atribuible; y como el guiso era trabajo del cocinero y del trabajo es de lo que todo hombre tiene que vivir, lógico era que el mendigo pagase por el disfrute de la dura faena del cocinero.
Muchos fueron los argumentos, las razones y hasta las argucias; pero la solución que el último sabio impuso superó el ingenio de todos.
-Puesto que él -dijo el sabio refiriéndose al cocinero- tiene por oficio vender el producto de su trabajo y tú, mendigo, como otros además, van a su tienda a comprárselo, razonable es que el Sultán, justo señor, le haga pagar lo que ha vendido conforme al valor que tiene. Si el cocinero vende en platos fuertes la propiedad útil de su cocina, bien está que por esta tangible utilidad que vende reciba también moneda tangible y útil; pero si vende de su cocina solamente el humo, que es parte sutil e intangible de la comida, entonces parece que bien se puede pagar con la parte sutil e intangible de la moneda, ¡con su virtud acústica!, y así, con que el mendigo le suene las monedas al cocinero, el humo queda pagado.
Y esa fue la sentencia que dio el sultán