La mujer de la gabardina roja
Cuento de Guillermo Samperio (México D. F. 1948)
Hacía mucho tiempo que no fumaba. Salió del edificio, directo a la tabaquería. Le temblaban las manos. Tabaco negro. Yendo por la calle, encendió el primer cigarrillo. Sin filtro, chaparros y gorditos. A punto del llanto. Un cristal líquido en los ojos. Era una de las tardes más frías de la temporada. Pero no debía llorar. El coraje vibraba en sus párpados. En la barbilla. En los músculos de las piernas. Le empañaba la visión del mundo. No derramaría ninguna lágrima. Detenidas en el borde de la mirada, como si viera la calle a través de un vidrio esmerilado. Los edificios eran más viejos en su gris oscuro percudido. La herrería desalmada. Personas que venían de frente no ponían atención en Maira. Iban en sus andanzas preconcebidas, sus gabardinas y sobretodos. Los balconcetes vacíos.
Ella no miraba a nadie. Prácticamente no iba mirando. Se guiaba por lo grueso de los bultos. También le daba coraje fumar. Ir soltando el humo por las esquinas. Aquella tarde fría inolvidable. Distinguía las gabardinas, pero no a la gente. Miraba los muros, pero no el estilo decadente. Como garabatos del tiempo, manchones fugaces de lo perdido. Hacía mucho que no fumaba. Caray. Por ahora no importaba. Cigarro tras cigarro. Debía dejar transcurrir el tiempo. Y mucho más. Aguantar los primeros momentos. La primera noche. Algunos días. Después, quizá todo se iría acomodando. Trataba de consolarse. Principalmente eso la disgustaba. Tener que aguantarse. Imposibilitada de rechazar el deseo. El asunto estaba podrido. Y, sin embargo, la atraía.
Un esfuerzo mayor, doble, el más determinante. Eso debía hacer: incendiar otro cigarrillo a media calle. Impedir el llanto, andar velozmente con sus menudos pasos. Extraviarse por la ciudad. Dejarse acoger por ella, aun el tiempo terrible. Con la gabardina roja abierta. Como brotando de una arquitectura en escombros. Que me castigara el viento filoso. Me cortara las mejillas. Con los filos de un agua apenas visible. Como hojas sueltas al azar. Conocía ese frío. Había escapado varias veces de él. A favor de la calidez del aislamiento. Hoy iba así, con la gabardina roja abierta. Las solapas, libres. El cuello, levantado. Contra los muros plomizos del barrio. Como una neblina apenas naciente. El cinturón rojo, balanceándose lento. El cuerpo abierto al ocaso del día. Recibir un poco de aliento. Por las calles de la ciudad.
El cigarro, fijo a la izquierda, en sus labios. No alcanzaban a hacer un corazón. Breves y carnudos, como con el beso prefigurado. Incluso, dormida. O escuchando a algún profesor. La oruga hermosa del beso. Se iba hacia los callejones para andar un poco más en la soledad y tener aire más decoroso.
A su paso recogían los parasoles. Bajaban las cortinas los comerciantes. En sus gorras y delantales de medio cuerpo. Alguno traía un chamarrón. Pero ella no se fijaba en los rostros. Era como si no tuvieran cuerpo. Las puras camisas de franela a cuadros grises y cafés. Las capas azul marino. Sobretodos extraídos del fondo del ropero, de una maleta o la bolsa. Extraños sobretodos. Algún paraguas extraviado. El humo del cigarrillo se enlazaba con el pelo rojizo de Maira. Una onda de cabello medio caída. La noche empezaba a descender temprano. Se apagaban algunos anuncios. Noche prematura, cortando la tarde. La noción de temporalidad se le iba descomponiendo. No derramaría ninguna lágrima. Detenidas en el borde de la mirada. Una falta de lógica entre las sombras y las luces leves. De pronto había zonas luminosas por un instante. O sombras de diversas calidades entrelazadas en los zaguanes, pegadas a los muros y las cornisas. Como una pelusa sobrepuesta. Percibía el camino como andar por un extravío. En un espacio paralelo. O de otro tipo. Evitaba las avenidas. El corto taconeo de sus zapatos de tacón negros. Las piernas blancas sonrojadas por el frío. Desde medio muslo. El vestido negro. Tejido con estambre grueso en forma de tubo, pegado al cuerpo, dibujándolo. Cuello oval, mangas negras tres cuartos bajo la gabardina roja. Y mucho más. Aguantar los primeros momentos. Se detuvo en una esquina. Tiró la colilla del cigarro y la talló contra el piso. Encendió otro con los cerillos de palo de la cocina. Dio una bocanada grande. La exhaló con lentitud, enredándosele con la nariz respingada, los ojos y el cabello. Como si estuviera representado una fotografía donde el humo le ocultara el rostro.
Fue la primera ropa que encontró. De pasada, se llevó los cerillos. Ya con la idea de ir a la tabaquería. Aún sentía las ataduras en muñecas y tobillos. Cuando inició el paso, supo que terminaría yendo a La Nube. Allí se le dificultaría ponerse a llorar. Anduvo varias calles entre sombras múltiples. O brillos a punto de borrarse. Hasta que llegó a la callecita. Vio que entraban dos jóvenes en la peluquería. Avanzó hacia el café contra los últimos filos del viento. Empujó una de las hojas de la puerta. Entró y se acercó al perchero. Quería releer la frase. Y lo hizo, con dificultad. Como que los sonidos se le resistían. Pero al fin las palabras «la reprivatización de la vida interior» se le hicieron claras. El recinto estaba a punto de llenarse. La nube de humo se empezaba a formar. Descubrió una mesa al fondo, cerca de la barra. Fue atravesando el café. Vio a la otra Maira andar por el espejo. Su rostro de niña se había disipado. Un atadito de arrugas junto a los ojos. Era una señora de cuarenta años, baja de estatura, guapa, dirigiéndose hacia una mesa. El cuello de la gabardina levantado. El cinto se movía lentamente. Alguno fijó su atención en ella y luego volvió a su taza de café. A medio camino, insistieron las lágrimas. No podría creer. Era imposible. Alcanzó a ver cómo la señora Maira se borroneaba en el espejo. Una bocanada de humo terminó por disiparla. Ahora, la fotografía era difusa, captando fantasmas citadinos. Como si Maira no tuviera derecho a existir. Eso le sugirió la Maira que desaparecía en el espejo. Pasó junto a las puertas de los baños. Y por fin pudo llegar a su mesa.
Pero si ella no tenía derecho a existir, tampoco las calles. Ni las oficinas. Ni la universidad. Ni los perros. Ni el gobierno. Ni los árboles. Ni las canciones. Tampoco la gente que estaba en La Nube. Le dio rabia la sonrisa del hombre de corbata de moño y tirantes, tras la barra; subía una palanca de la cafetera. A Maira le parecieron ridículos los tubos cromados, las servilletas apiladas tras el hombre. El ambiente azuloso de la luz de neón.
No necesitó más que una mesa y una silla. Que nadie fuera a incomodarla. No quiero mirarle la cara al mesero. Le molestó que la llamara por su nombre. Señora Maira. La voz le pareció pretenciosa. Ordenó, entre dientes, un express. Con gusto, señora Maira. No quería escuchar su nombre. Le daba rabia y vergüenza. Si ella no existía, tampoco su nombre. Si no importaba el nombre del día, tampoco el del año. Y ahora la mujer era sólo humo. Hacía mucho que no fumaba. Flotaba frente a la taza de café. Flotaba con el humo. Lo dejaba escapar como una voz ronca y lenta. Allí fumaría varios cigarrillos. Para irse leyendo a sí misma, a la nube, al espejo, a los carteles sombríos.
La mano detenida bajo el mentón. El codo sobre la mesa. Vio a toda esa gente sentenciada a muerte. No pudo más que simpatizar con los carteles, a su derecha. Representaban una señal de su estado de ánimo. Ella era una señal de los carteles. Notó una luz apagándose tras los ventanales. Una sombra que entra en el edificio. Así de sensible se encontraba. Pensó en la calle. En ese momento se instalaba llena la noche parda, prematura, sobre la estúpida ciudad. Aspiró una larga fumada. Le dio un trago a su express. Y hasta entonces reconoció la tibieza del lugar.
Mientras iba soltando el humo, recordó a Gregorio. Un hombre moreno, más obeso que robusto. Hijo primogénito del primer matrimonio de su madre. Una señora trigueña, pequeñita, que salía muy poco de casa. Del mandado a la casa. O de la casa a la iglesia. O en la casa. Se había dedicado a sus cuatro hijos. Dos del primero y dos del segundo matrimonio. A Maira se le dificultó comprenderla. Cómo, al enviudar del pianista, se había casado con un ingeniero mecánico. Por qué hablaba a escondidas con ellos. Luego, el ingeniero iba poco a la casa. Un hombre más bien alto, de piel blanca. Una ligera corva le daba aspecto de cansado. Y, por lo tanto, de bonachón. Tuvo canas prematuras entre su cabello pelirrojo. En las tensiones familiares, se acogía de un silencio prudente, a lo mejor un tanto humilde. Vivía prácticamente en su estudio anexo al taller de piezas mecánicas y al expendio. Ambas propiedades de él. Este hombre murió cuando Maira entraba en la adolescencia. Ella era la menor de los cuatro. Gregorio anuló a Armando, el zombi, medio hermano menor de Maira. Lo convirtió en un hombre atemorizado, servicial, con una sonrisa obligada en los labios. También era gentil servidor de la madre, en especial por su parecido con ella. Era la razón que se daba.
La señora, el zombi y Maira eran los menores de estatura de la familia. Gregorio rivalizó con el padrastro. Y con Felipe, el hermano menor de Maira. De ahí la distancia del ingeniero mecánico. Estaba a veces con la señora. Metidos un buen rato en la recámara. Se cuchicheaban cosas. Hafablafabafan cofon efefes. El hombre trataba de que los pocos momentos con sus hijos fueran sustanciales. Y evitaba, en lo posible, toparse con su hijastro mayor. Maira tardó demasiado tiempo en reconocer la patanería de Gregorio. Era bueno que el ingeniero no fuera tanto a la casa. Recargado en el silencio, era un padre misterioso. Mostraba a la familia pequeñas máquinas de su invención, de movimiento propio. La más bella se la había dado a Maira, según Maira. La de engranes cobrizados. La que se movía permanentemente. Te regalé el movimiento perpetuo, le decía el padre, señalándola con el dedo índice, cerca del rostro. Aunque la muchacha no distinguiera el alcance del regalo. La viuda no ponía demasiada atención. Le interesaba que estuviera un hombre suyo en casa. Más o menos así era la cosa. Felicitaba al esposo de cumplido, desentendida de las maquinarias, como vivió desentendida del piano. Maira veía su artefacto en las noches, antes de dormir. Escuchaba el ruido del balín en la oscuridad, le provocaba sueño. Su madre hablaba del pianista en cualquier momento: reunidos a la mesa, en la sala, tendiendo las camas. Refería la sentencia en contra que le echó la abuela: «Así vivirás», cuando los encontró en el cuarto del fondo. El pianista, tan hipócrita. Yo era demasiado chica, se amparaba la viuda. Luego, en voz baja, agregaba otra frase: «Si hubiera estado más grande, también lo hubiera hecho, pero eso no puedo afirmarlo». Como si cualquier territorio fuera suyo. Siempre, en cualquier momento.
Las imágenes atravesaban el humo. Se formaban y se convertían en humo. Las palabras vueltas a decir. Vueltas humo. Palabras que se fueran fumando. Expulsándolas hacia la nube. Los acontecimientos oscuros. La familia de su madre. Los miedos tempranos, los secretos de vida. El mundo abriéndose en un corte temeroso, triste, tal vez con odio. En algún lugar de ella, sola, abandonada. Tabaco negro. Fumar de pronto siete cigarros. Le impulsaba la ansiedad, le daba cierto mareo. Una pizca más de falta de ubicación, en un sopor olvidado. Apariencia de persona serena. Mientras sucedía la ensoñación. Las imágenes que atravesaban el humo pasaban nítidas. ¿Cómo lo había olvidado? Los engranajes en movimiento. La bola grande del balín. Lustrosa y huidiza. Exacta y bella. ¿Dónde habría quedado? En una de las cajas, seguramente.
El estudio de su padre era más bien una casa pequeña. Había una cocinita. Algunos sillones. Un catre empotrado en la pared. Muebles como vitrinas largas. Sobre ellos, viejos aparatos, algunos sin terminar. Frascos con piezas metálicas. Una pequeña biblioteca. Al estudio nunca entró la viuda. Ni los otros hombres, incluido Felipe. Debido a ello, Maira sentía una gran ventaja. El hecho de tomar cualquier libro era ya una ventaja, por las ocasiones en que pudo estar con él; se quedaba mirando a su padre y no se le ocurría nada. En mirarlo se detenía la acción. Mirarlo era la acción completa. Embeberse con sus gestos y sus olores. Al trasponer la puerta. Siendo todavía niña, doce años quizá, pensó que el ingeniero la poseería. Era la primera vez que lo pensaba. Le vino como si rodara una pelota. No lo había pensado adrede. El ingeniero la sentaba en sus piernas. La regalaba con higos. Le daba cariñosas nalgaditas. La trataba como niña pequeña. Una parvularia. Eso la decepcionaba. Pero le fue auditando las dimensiones de los senos. Y las caderas. Le preparaba un té en la estufíta. Pero nunca la llevó a la cama. Aunque al trasponer la puerta, ella lo pensara. Le enseñaba diagramas de máquinas de aparatos extranjeros. Intentaba descifrárselos. La trayectoria de un impulso. La extravagancia de un punto de energía. Para atravesar la red. Un poco así es la vida. Y otro poco la persona. Era una manera de darle cariño a su único hijo mujer. La mitad que entienda, le servirá.
El hombre murió electrocutado en su negocio. Una cuestión de principiantes. Piso húmedo y demasiados voltios. No había puesto el seguro de alta tensión. Nunca se le ocurrió redactar un testamento, aunque la vida que llevaba le anunciara una temprana muerte. Había fallecido como el pianista, en un accidente. Al músico lo habían atropellado a la vuelta del salón de ensayos. Llegaba tarde y en la avenida lo agarró el camión. Murió de un solo encontronazo. En la constitución física de los hombres iba el anuncio. La señora los detectó como si trajera un imán para hombres con una ligera corva de melancolía, entregados a sueños, a tontas y a locas. Tropezándose con sus deseos e imaginerías. Las composiciones del pianista, dispersas por la casa. La señora las guardó en las cajas de su colección. Cuando se le murió el fabricante de maquinarias, la doble viuda decidió no volver a casarse. Comenzó a vestir las faldas a media pantorrilla. Negras o gris oscuro. Unas entre calcetas y medias cafés. Blusas serias y chalecos cafés. Saldría poco de casa. No quiero dejar otro muerto a mis espaldas. Lo comentó hasta lo último. O no quiero traer más muertos a la casa. Eran el tipo de sus frases. No podía hablar si no estaba haciendo algo. Maira pensó que su madre no salía de casa debido a la culpa. Las culpas le cerraron la vida. Sin colorete en las mejillas; sólo se llenaba de polvo de arroz la cara. Y un color pálido en los labios: nácar desvanecido. Trenza de tres bolas. Responsable de amar hombres proclives al suicidio. Quizá los dos estuvieran un tanto locos. De cualquier manera, ambos daban la impresión de guardar un misterio. Llevaban un lunar de muerte desde la cuna. Sentenciaba la doble viuda. Mientras, unas sábanas ondulaban desde sus manos.
La segunda muerte le dejó a la doble viuda una herencia modesta, suficiente para que todos salieran bien. No le interesaron los números ni el papeleo. Los dejó en manos de Gregorio. Nadie más podía hacerlo. Aunque Felipe tuviera nociones de contabilidad. Allí decidió las cosas la madre. Y los amó igual a todos. Pero alguien debe llevar el orden. Y no traeré a otro muerto para que se haga cargo. Todos tendrán para sus cosas, si colaboran con el mayor. Maira me ayudará y estudiará lo que pueda. Sin embargo, a los pocos meses, Felipe tuvo un accidente, en una bravuconearía entre las máquinas. Discutía con Gregorio sobre el conteo de un pedido. Se empezaron a empujar y el mayor le metió un golpe que lo hizo trastabillar. Felipe intentó encontrar un apoyo. Topó con la mesa de la máquina, pero la mano no se detuvo. Se deslizó, resbaló, sobre la lámina gruesa. La navaja de la cortadora caía en ese instante. Se la cortó de tajo hasta la muñeca. En la desesperación intentó pegársela. El mismo Gregorio le puso un torniquete y lo llevó al médico. Cuando regresó con el muñón envuelto en vendas, nadie objetó nada. Ni los trabajadores ni la familia. Todos creyeron el pretexto del accidente. Incluso Maira en su adolescencia. Dejaron así, vencido, a Felipe. Al poco tiempo fue tan apocado como el otro. Se volvió habilidoso con un brazo. Pero de poco le valió. Le habían amputado toda presunción. Tenía el aire del ingeniero. Alto y tez blanca. El cabello castaño de la madre. Guapo, pero tímido, melindroso, cobarde.
En ese orden de cosas, Gregorio se encargó del destino de Maira. Se hacía acompañar por la adolescente en los viajes, cuando llevaba piezas mecánicas fuera de la ciudad. En los cuartos de hotel la hacía estudiar las lecciones. Maira llevaba siempre un libro de los que pertenecieron a su padre, para irlos leyendo de a poco. Así podía tenerlo cerca después de que la abandonara. Eso lo pensaba Maira con coraje. Su padre, desentendido de ella en el momento en que más lo necesitaba. Inclusive, sacó de su cuarto el artefacto de movimiento constante. Prefería no asomarse por el negocio. Ni mucho menos por el estudio. La había dejado sola, abandonada. Una curiosidad inevitable le hizo llevarse los libros a casa. Nadie los reclamaba.
Un par de años después, Gregorio la llevaba a los convivios. Quienes no los conocían, los pensaban amantes. Tal vez medio abusivo el hombre robusto. Pero mujeres había para todo, decían. El negocio dio mayores dividendos. Y Gregorio decidió independizarse. Se compró un departamento amueblado y Maira se fue a vivir con él. Era indudable que su medio hermano la protegería contra cualquier ataque, real o imaginario. En sus tristezas y nostalgias. En la ausencia honda que le había heredado el ingeniero. Mientras se hacía joven, vivía como embrujada. Luego, bajo un temor bastante claro. Alguna vez lo comentó con Bernarda, cuando empezaron a ser amigas. Sorbió otro trago a su express. Hacía mucho tiempo que no fumaba. Mientras removía el papel plateado de los cigarros, se dio cuenta de que aún traía puesta la gabardina. Dejó la cajetilla, sacó los brazos con dificultad y dejó que el paño rojo se desmayara sobre el respaldo de la silla.
Percibió que el calorcito del lugar había aumentado. Más gente, el café en su punto máximo. El entrecruzamiento de voces. El resoplido de la cafetera aún la inconformaba. Y ya se había creado la nube. A ella iban las palabras. Y la vida del tabaco negro. Y sus recuerdos. La voz sin voz. No le dijo toda la verdad a Bernarda. Nunca se la dijo. Y a nadie tampoco. Se la pintó como hermanos que compartían un mismo espacio. No dijo que, en sus borracheras, Gregorio iba a metérsele en la cama. Que le daba tristeza pensar en eso. Que aunque se había negado, finalmente había cedido. Alguna noche. No dijo que, después, para justificar el encuentro, hacían la escena del forcejeo. Alentadora, prometedora, distorsionante. Que se negaba de manera rotunda, actuando la gestualidad de la sorpresa. El espanto y no lo creo posible en ti. La doblegaba, se dejaba doblegar. La ataba con el cinturón a la cabecera.
Incluso le cuereaba el pubis y el trasero. A la pequeña Maira. Así eran las posesiones. Un fingimiento que los disculpaba. Y les permitía un placer exacerbado. A veces, desde antes de comenzar el juego. O cuando imaginaba lo que vendría. Se masturbaba recordando las escenas. No dijo que Gregorio le había conseguido el primer trabajo. Y mucho más, como el de los seguros de vida con cartera abierta. Que, aun casado, la seguía viendo. Que permanecía como embrujada. Con un temor incontrolable. Sujeta entre culpas densas. Y el olvido durante el acto sexual, prolongado hasta el confín posible. Que sí llegó el momento en que deseaba rechazarlo. Y que ya no se daba tanto fingimiento. Iba y la tomaba en cualquier momento, como si Maira fuera una extensión más de sus influencias. Y que sólo al ligarse a Patricio había podido librarse de aquella locura. Nada de esto dijo. Pero supuso que para Bernarda sería fácil imaginarlo. Si no, no le habría dicho que parecían amantes. Patricio, tan grande, tan callado, hombre trabajador. Y las lágrimas volvieron a insistir. No lloraría. Se terminó su express. Encendió otro cigarro. Aventó el humo hacia la nube. Se acodó, viendo sin ver. Una señora de unos cuarenta años. Desde ese día viviría sola. Aunque le resultara pavoroso. No quería problemas. No deseaba ya exponerse a otro hombre. Aunque ahora la agarrara ese miedo antiguo. La angustia que exhalaba con el humo. Las cosas tomarían otro orden, de otra forma. Reposaría en su orden arbitrario. El muy de ella. Quizá por primera vez diciendo y haciendo lo que quisiera. Y se entregaría definitivamente a la pasión por la serpiente blanca, la efigie que le propiciaba la serenidad que tanta falta le había hecho. Cómo no lo había descubierto años atrás. Cuando las cosas andaban escondidas, turbias, sin descubrirlas. O Maira extraviada entre ellas desde los doce años. Le agradecía a Bernarda el regalo de la esculturita serpentina. De por sí, siempre se había preocupado por su amiga. Y no fueron pocos los consejos y las recomendaciones durante todos estos años. Pero principalmente se agradecía a sí misma el sueño que la acompañaba. En la oscuridad de las cosas. Absorbido por ellas. Fuera y dentro de Maira. Y que ahorita mismo Patricio se fuera al carajo, para siempre. Seguramente ya habría terminado de recoger sus cosas. Ella se quedaría en el café hasta que cerraran, hasta que la nube se fuera disipando, hasta que el espejo se tragara al mundo entero.
Fumaba también para apaciguar la rabia. Se envolvía en un concentrado de sensaciones contradictorias. La revolvían, la mareaban. Hacía mucho que no fumaba. Antes, sólo iban a ella fragmentos de su historia. O cuando se asomaban, prefería no recuperarlos. Perdidos bajo la estufa, entre el cochambre. O bajo la cama. Hundidos en un estanque fangoso. Donde soñaba que emergían los nenúfares de la vida. Siempre tuvo esos oropeles de hipocresía cuando necesitó comentar su destino. A Bernarda, a sus otras amigas, a Patricio. A todos les enseñó el álbum de estampitas bellas. Incluso, al Patricio mismo le inventó otra historia. Decía que no le gustaba enredarse en historias. Así estaban las cosas. Algunos fragmentos cristalinos. Sin palabra alguna. Límpidos y vacíos, oh Dios. Lo más delicado, tal vez, que se mintiera. Que creyera lo que platicaba. Lo mismo, pero adornado como su espejo oval. Quizás ir viviendo sobre la deslealtad hacia ella misma, sobre la espalda de frases inventadas. La misma pero otra. Nunca terminó la carrera. Se hacía llamar licenciada. Picando de curso en curso. Casi en secreto vendía seguros. Pero decía que era jefa de relaciones públicas. No aclaraba para qué compañía ni nada por estilo. La recomendación eficaz de Gregorio.
Sí, tal vez, lo peligroso habían sido las mentiras. Y creérselas. Atravesarlas. Y vivirlas. Como una pantalla polifónica tras de sí. O coloreada con polvo de pinturas. El algodón de las mentiras giraba sobre la plana. Sí, tal vez, eso fue lo peligroso. Hasta este momento, se dijo. Aplastó la colilla de su tabaco negro. Pidió a la barra otro express. El hombre de corbata de moño le hizo signos de okey. Le pareció engorroso. ¿Mentirse? Este día. ¿En este instante? Le dejaron una tacita silenciosa. Miró la espuma canela. Sus ojos azul oscuro, opacos e inquietos, mostraban pesar, tristeza. El atadito de arrugas. ¿Mentirse? ¿Ahorita? Puso la boca en la taza para sorber la espuma amarga. Encendió un tabaco. Mantuvo la flama frente a sus ojos. Hasta que el cerillo de madera semejó el cuello de un cisne calcinado. Lo sopló, antes de quemarse, con los labios en forma de corazón. Los ojos azul oscuro. ¿Este día? Fumó largo y firme. Sintió perfecto entrar la bocanada. Entre la pequeña nube que se deshilachó de sus labios, dijo no. Esta vez, no. En esta ocasión se estaba fumando la verdad completa. Debía decírselo internamente. Virgen del demonio. A ambas, a la grande y a la pequeña Maira. Enfrentarlas, descoserles la hipocresía. No importaba que se pensara loca.
Dejar que Patricio desapareciera para siempre. Desterrarlo. No desterrarse. Dejarlo a partir de este día, en este instante. Que nadie la molestara. No quería tener problemas. Hice todo lo que quiso. Todo lo que me pidió. Y lo que inventó. Me fue ultrajando cada vez más. Medias y liguero. Ligas para las medias. Brassieres con orificio en las puntas de la copa. Cuerdas de distintos espesores. Aditamentos extraños: de cuero, de fierro, de plástico duro. Llenaban media puerta del ropero. Me invadía un estupor placentero. Sucio y prohibido, mayor la excitación. Llegué a adorar esos momentos. Que se alargaran, pasaran las horas. Y la noche. Emputeciéndome para él. La voz de Patricio se transfiguraba. Las posesiones fueron violentas. Dictaba órdenes. Me maldecía. Ese hombre grande asfixiándome. Me gustaba eso. Como si estuvieran transcurriendo otros años. A veces, me dejaba poner mi música. Un poco tonto y tímido. Consultaba sus revistas. Fraguaba con exactitud nuestras noches. Sólo allí era imaginativo. Cada cierto tiempo me decía te tengo una sorpresita. Un dolor nuevo. Una aplicación distinta. Me ataba los pezones. De ahí dibujaba mi cuerpo a su antojo. Yo me iba enardeciendo en cada paso. Patricio se iba transfigurando. Eso era lo que a mí me calentaba. Al hombre empeñoso vuelto un cogedor enloquecido. Meticuloso y ansioso. Se colocaba masajeadores en la verga. Y me la metía en todos lados. Entre mis nalgas. O en mi boca. O montado sobre mi pubis. Soez, lascivo, la voz enronqueciéndose. Emputecido a plenitud. Transfigurado. Cabalgándome con aspereza. Hasta la asfixia. Hasta que me iba desvaneciendo. Entre la locura y el desmayo. Entre sus gritos. Sus sandeces. Hacía mucho que no fumaba.
El mismo ritual de los últimos años. Se quedaba laxo. Cada ropa, cada aditamento tenía su caja, su envoltura. Patricio las ponía en una caja grande. Bajo mis faldas y blusas. Escondida, para que la madre de Patricio y los metiches no la vieran. Cerraba el ropero con llave. De algún lado, sacaba dulces de durazno, chocolates de menta, que me había llevado. Desnudos, nos los comíamos. Esos momentos también los amaba. Era entonces cuando lo acariciaba. Lo trataba de mi niño. Palabras y monosílabos cursis. Patricio se dejaba estar. Se acurrucaba. Los amaba. Porque al otro día todo se había olvidado. Como si un radio de bulbos estuviera descompuesto y siguiera en el mismo lugar de siempre. Así fueron los últimos días: pleitos, rabietas, discusiones, celos. Entonces, mayor violencia en la cama. Los encabronamientos por cualquier vuelo de la mosca.
Una densa nube de noticias indescifrables. Ideas fragmentarias que se iban al espejo. Una noche impostora tras los cristales. Un manchón como alas rojas caídas en el respaldo de la silla. Un listón de humo cruzándole el rostro, como la fotografía de un cartel, pegado al muro lateral. Nadie distinguiría la diferencia. Estoy segura. Yo podría estar en la pared, muy quitada de la pena. Y de aquí nadie se movería. Hasta que cierren. Asegurar que Patricio se haya ido. Quizá le pidiera asilo a Bernarda. Les explicaría punto por punto. Sin mentirme. Hasta arribar al día de ayer. Cuando Patricio la dejó atada a la cabecera. Se comenzó a vestir. Patricio, quítame esto. Se siguió vistiendo. Por favor. Patricio terminaba de atarse el segundo zapato. Desátame, con un carajo. Se puso su chamarra de camuflaje. Se acercó a la grabadora. La encendió. Le dio la espalda a Maira. Allí te dejo tu pinche música. Y salió de la pieza mayor. Patricio, con un carajo. Salió del departamento. En las escaleras, alcanzó a escuchar algunos insultos.
El silencio, empezaron a pasar las horas. Al principio, no lo podía creer. Las horas frías y terribles de la madrugada. Se me fue entumiendo el cuerpo, poseída de una gran vergüenza, un coraje absoluto. Fue amaneciendo. Y el terror a estar así más tiempo. Creí que me volvería loca, que me quería matar. A mi vez, pensé en distintas formas de matarlo. Lloré intermitentemente. Grité en distintos momentos. Y nadie vino. Patricio regresó al día siguiente, pasada la tarde. Me desató rápido. No me miraba. Pero traía su cara de niño mal portado. Primero, esperé a que se me pasara la sensación. Me di un baño para que se desentumieran los tobillos y las muñecas. Salí y metí la mano al ropero. Patricio estaba en la cama, dándome la espalda. Me puse lo que encontré. Fui a la cocina, me guardé la caja de cerillos. Tomé una escoba, regresé ante Patricio y se la quebré en la cabeza. Lo insulté hasta el cansancio. Me dejó que le pegara todo lo que quise. Se cubría la cara. No dijo nada. No hubo ningún reclamo. Le pedí que juntara sus cosas y se fuera. Patricio empezaba a enredar un palabrerío de lamentaciones. Salí a la calle con unas inmensas ganas de fumar. Pediré otro café. Compraré otros cigarros. Podría quedarme a vivir aquí. Que me colocaran en aquel muro.