Saltar al contenido principal
Catajarria Literaria
  • Presentación
  • Ensayos/Reseñas
    • Imagen y palabra: El futuro del libro álbum
    • Ocaso
    • La casa y sus siete columnas
    • Acercamiento a la literatura infantil
  • Poesía
    • José Ochoa Díaz
      • Poemas
    • Gregorio Suárez López
      • Subtatuaje
      • Un azahar en mis sueños
      • Para morir de amor
      • Naturaleza
  • Narrativa
    • Tulio Febres Cordero
      • El caballo blanco
    • Gregorio Suárez López
      • Los dos manes
      • Fortunato
      • Le jundo
      • Enigma
  • Audios
  • Videos
  • Libros
  • Cuento de la semana
    • La mujer de la gabardina roja
    • El carrusel
    • El universo humano
    • La luna no es pan de horno
    • El espanto del Bramador
    • El curioso caso de Benjamin Button
    • Paco Yunque
    • EL médico de los muertos
    • Miguel Vicente Patacaliente
    • En verde, en oscuridad, en carnes
    • Solo vine a hablar por teléfono
    • Un fenómeno inexplicable
    • Tercera historia
    • Las lenguas de Esopo
    • El turpial que vivió dos veces
    • Barrabás
    • Servir al hombre
    • Beatriz, la polución
    • Después del almuerzo
    • Miedos
    • Hermanos
    • Ni era vaca ni era caballo
    • Cuentos breves
    • Esa boca
    • El corazon delator
    • La mano junto al muro
    • La intrusa
    • Un renombrado litigio
    • El libro perdido de Borges
    • La casa de la bruja
    • Francisca y la muerte
    • Luvina
  • Galería
  • Comentarios
  • Créditos/Enlaces

Esa boca

8 oct, 2021, No hay comentarios

Cuento de Mario Benedetti   (Escritor uruguayo. 1920-2009)

Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.

La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.

Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos. Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”

Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

(1955)

Entradas recientes

  • La sentencia
    5 abr, 2024
  • La mujer de la gabardina roja
    11 nov, 2023
  • El carrusel
    12 ago, 2022
  • El universo humano
    5 ago, 2022
  • La luna no es pan de horno
    10 jun, 2022
  • El espanto del Bramador
    8 abr, 2022
  • El curioso caso de Benjamin Button
    11 feb, 2022
  • Poesía
  • Narrativa
  • Audios
  • Videos
  • Libros
  • Cuento de la semana
Página creada con Mozello - La forma más fácil de crear una web.

Crea tu sitio web o tienda online con Mozello.

Rápido, fácil, sin programación.

Denunciar uso impropio Más información