Berenice
Eduardo Mignogna (Argentina. 1940-2006)
Les voy a contar, señores. Cecilio Aros conoció a Berenice en la época en que estaban poniendo el ferrocarril. Ella era victrolera en el "Veinte Ninfas", salón de baile y mujeres. Muy famoso. Berenice era rubia, con dientes y todo. Buen olor y uñas filosas en cada uno de los dedos. Cecilio entraba al salón y la miraba. Caña va, anicito viene. Ella siempre en el altillo, poniendo foxtros para los capataces del ferrocarril. Entonces una noche se anima y le dice:
-Berenice, véngase conmigo. Estoy tan solito en el monte.
Ella mira. Disque no. Disque sí. No sabe. Quiere una prueba de amor. Así que Cecilio dice:
-Pida nomás.
Ella piensa. Y después dice:
-¿Tiene lechita para darme de mañana?
-Vaca no tengo.
-¿Tiene gallo para que me despierte?
-Gallo tampoco.
Un aprieto para Cecilio. Y ahí se pone a pensar.
-¿Le gustan los pajaritos? - pregunta- ¿Dígame, Berenice, ¿le gustan?
Ella mira de reojo y disque para qué.
-Para oírlos-dice Cecilio-. Para oírlos de amanecida.
Berenice se ríe.
-Pajaritos -vuelve a decir-. Como doscientos cincuenta mil pajaritos, todos para usted. Si le alcanzan, este que es nombrado Cecilio Aros va y se los trae. Ella disque está bien y Cecilio sale a buscarlos.
Para colmo, con el demonio del ferrocarril, los pajaritos se habían ido al confín del pueblo. Una tirada larga. Diez días y diez noches galopando. Pero ahí va, porque Cecilio Aros sabe cumplir.
Todos los pajaritos de la región estaban en los acantilados, picoteando en la desplayada. Mucha emoción para Cecilio después de tanto viaje. Y mirando aquella playa llena de pajaritos, el hombre piensa: "unito, aunque sea unito tengo que agarrar". Y ahí nomás baja una bolsa de harina que había llevado y se va para el arroyo a preparar el engrudo. Una fatiga. Todo el día revolviendo aquel engrudo. El espinazo torcido. Y paleando. Pero al día siguiente estaba listo para cumplirle la palabra a Berenice. Así que tempranito se subió a un árbol y untó las ramas una por una. Una por una, y se sienta a esperar, fumando. Eso sí, media legua más atrás, para no asustar a los pajaritos.
Y Cecilio meta pensar en Berenice. "Tantos pajaritos para despertarla!". Prueba de amor como esa no se ve todos los días. Ya de tardecita él se va acercando al arbolito para ver qué sucede. En una de esa el engrudo falla y se queda prometiendo falsedades. ¡Pero los vio! ¡Un pueblo de pajaritos! Todos mansitos, coloridos, y pegaditos a las ramas. Cecilio se fue acercando paso a paso. Despacito. Teniéndose los huesos para que el crujido no los espantara. "¡Todos para mí!" pensaba Cecilio. "¿Se imagina Berenice, cuando estos nos despierten a los dos? En la misma cama los dos".
Pero fue ahí mismo, casi llegando, cuando se reventó la alpargata. Y ¡zas! desgracia de pobre, quedó de culo, oyendo el alboroto. Una estampida como de tormenta señores. Un demonio el ruido ese.
Era que los pajaritos, asustados, habían empezado a aletear como cóndores.
Y así, mueve que mueve las alas, aleteando, aleteando, arrancaron el arbolito de raíz y lo llevaron al cielo. Cecilio vio irse el árbol con los pajaritos. Sinceramente, se iba volando.